La igualdad como un valor de la democracia

Por: Natalia Brandler[1]

@nataliabrandler


 

Hoy nadie discute si hay otro régimen político moralmente superior a la democracia; si acaso, la crítica hacia la democracia se dirige contra sus deficiencias o sus bajos rendimientos. A esa democracia a la que todos aspiramos, se la vincula principalmente con el concepto de la libertad. En cambio, la idea de la igualdad como esencial a la democracia es más polémica, por varias razones, pero sobre todo porque inevitablemente la asociamos con el hecho de que ha sido la bandera de los proyectos igualitaristas que han resultado en la pesadilla de los totalitarismos de izquierdas.

 

Pero inevitablemente la democracia, como sistema de gobierno, ha ido creando cada vez más expectativas individuales, de educación, de salud, de trabajo, de información, esto es, de todo lo que un individuo puede necesitar para vivir mínimamente bien, y que lo posibilita para ejercer la libertad. En la medida en que estas expectativas no son satisfechas, muchos se sienten desencantados con la democracia sin entender que es en el proceso mismo de la democracia que se pueden rectificar o evitar los resultados injustos.  

 

John Rawls, teórico liberal, en su teoría de la justicia, reconoce que las libertades básicas sólo pueden defenderse como las prioritarias cuando se dan “condiciones favorables- culturales, sociales, económicas, para ello”; y donde hay un gobierno democrático con la “voluntad política” de hacer justicia. Porque la justicia, entendida como la posibilidad de que todos los individuos tengan las mismas oportunidades, es necesaria para que esos mismos individuos puedan ejercer sus libertades. Como señala Victoria Camps, “las desigualdades y las discriminaciones no se remedian solas, por virtud y gracia de una mano invisible, ni se resuelven tampoco garantizando únicamente las libertades políticas”.

 

Para Robert Dahl, la relación entre las características básicas de un régimen democrático (cargos públicos electos; elecciones libres, imparciales y frecuentes; libertad de expresión; fuentes alternativas de información; autonomía de las asociaciones; y ciudadanía inclusiva) y la noción de igualdad se refiere fundamentalmente a la igualdad política, pues de ella la democracia deriva su legitimidad para gobernar un Estado.


Esta afirmación se basa en dos presupuestos. El primero, que todos los seres humanos poseen igual valor intrínseco, que nadie es superior a otro, y que al bien y a los intereses de cada persona se les debe brindar una igual consideración. Es lo que Amelia Valcárcel denomina la igualdad como “equipotencia”, que reconoce en un mismo rango de cualidades a sujetos que son diferentes. El segundo, que entre los adultos no hay personas que estén intrínsecamente mejor calificadas que otras para gobernar y que merezcan que se les confiera una autoridad total sobre el gobierno de un Estado. Así que deben existir condiciones adecuadas para que cualquiera sea mínimamente capaz de conocer las alternativas de políticas públicas que existen y sus consecuencias probables y decidir sobre lo que más le conviene, con independencia de su conocimiento de cada uno de los tantos temas que se someten a la deliberación y decisión ciudadana.  De eso se trataría la igualdad política, no tan solo de una mera igualdad formal de derechos políticos, sino de una igualdad sustantiva.


Si como afirma Dahl, no hay personas que estén intrínsecamente mejor calificadas que otras para gobernar y en la realidad a las mujeres, que son la mitad de la población, se les niega la posibilidad real de detención del poder, la igualdad política como principio está falseada en la práctica de las democracias. Esa es tan solo una de las muchas discriminaciones que se manifiestan igualmente en lo familiar, lo social, lo cultural, lo económico.


El liberalismo político no elimina todas las diferencias que lesionan los derechos. Para atenuar esas diferencias hacen falta políticas de compensación, no para uniformizarnos, sino para dotar a todas y todos de derechos, oportunidades y condiciones que nos permitan ejercer plenamente, libremente, la ciudadanía, así como de poder percatarnos de lo que realmente nos interesa, nos conviene y de lo que podemos alcanzar. Hace falta entonces una redistribución desigual de ciertos bienes básicos, lo que no garantiza un estado social justo, pero al menos si una mayor igualdad en la distribución del poder, una mayor igualdad de participación en las decisiones públicas, un peso igual a los intereses de mujeres y hombres, todos ellos elementos que se ajustan a los requisitos de la democracia. La igualdad así entendida es intrínseca a la democracia.




[1] Doctora en Ciencia Política, por la Universidad de Connecticut y Master en Educación, Universidad de Pittsburgh.

Fundadora y actual directora de la ONG CAUCE, en Venezuela.

Entre 1986 et 2010 fue profesora e investigadora en la Universidad Simón Bolívar, Caracas, Venezuela, donde dirigió los programas de postgrado en Ciencia Política y el Instituto de Altos Estudios de América Latina (IAEAL).

Contacto: nataliabrandler@gmail.com

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