Las tensiones de la democracia: antecedentes históricos (Tiempo de lectura: 3 min)

La historia de la tensión conceptual entre democracia y su antítesis es tan antigua como la democracia misma. En su libro La Política Aristóteles definió la democracia como una forma de gobierno corrupta, desviada de la virtuosa República (Politeia): cuando el gobierno de los muchos se orienta por el interés de los pobres se convierte en democracia, cuando se orienta hacia el interés general, en República.

Las formas de gobierno de muchos (República y Democracia) se oponen también al gobierno de pocos (en su forma virtuosa la Aristocracia, y corrupta, la Oligarquía) y al gobierno de uno (Monarquía y Tiranía). La tipología aristotélica deduce parte de las características de la democracia (y de cada una de las formas de gobierno) de la tensión o contraposición entre cada uno de las formas de gobierno.

La República, forma preferida por Aristóteles, es en realidad un complejo sistema híbrido, esto es, un punto medio entre democracia y aristocracia que deriva sus características a partir de la mezcla entre ambas: el gobierno ideal es “aquél en el que todas las partes en la que está dividida la sociedad estuvieran en equilibrio armónico (…) este tendría que representar proporcionalmente a cada uno de sus elementos” (Giner, 1994; 46) distribuyendo poder y responsabilidades en función de las capacidades de sus elementos para así “aprovechar un rango más amplio de energías y habilidades y obtener un rango (…) más amplio de simpatías y lealtades” (Dunn, 2014).

Formas de gobierno según Aristóteles

Constitución
Virtuosa
Corrupta
Uno
Monarquía (Reinado)
Tiranía
Pocos
Aristocracia
Oligarquía
Muchos
República (Politeya)
Democracia (Demagogia)

En su reflexión Aristóteles condenó la democracia, tal y como lo había hecho su mentor, Platón[1], quedando así relegada en la historia del pensamiento y la historia política como forma de gobierno indeseable. En las escasas ocasiones en que la palabra democracia apareció en los siglos posteriores a la caída de la democracia griega, fue utilizada como un adjetivo peyorativo, sinónimo de anarquía y caos.

Este uso histórico peyorativo es crucial para entender su posterior ascenso y tensiones, pues “significa que la democracia entró a la historia ideológica del mundo moderno de manera renuente y ocultando la cara. No se ganó el respeto y apoyo de sus seguidores “evocando un pasado áureo, ni recordando a sus escuchas de una gloria que añoraran conscientemente o con la que sintieran una identificación urgente” (Dunn, 2014), al contrario, lo hizo en confrontación con los poderes y élites dominantes. Por ello, la democracia moderna no heredó de la antigua Grecia ninguna de sus instituciones, así como tampoco sus prácticas ni experiencia política, sino el “cuerpo de pensamiento que sus creadores habían concebido como una ayuda para el entendimiento de la política” (Dunn, 2014), especialmente la forma como había inspirado a sus detractores a pensar los sistemas de gobierno.

Luego de la caída de la democracia griega, el concepto permaneció en la oscuridad durante casi dos mil años, para reaparecer primero como una condición social (d’Argenson) y luego como condición vinculada al derecho natural, superada tras la consumación de un hipotético “contrato social” fundacional (Spinoza).

Al reaparecer como concepto con connotación positiva, la democracia se definió nuevamente en tensión a su opuesto, primero como adjetivo y luego como proyecto político. Democrático, y especialmente demócrata, se convirtieron en términos de relativo uso común, ambos en contraposición a aristocracia y aristócrata, en un contexto completamente adverso, antecedido por 100 años de un crecimiento sin precedente del poder de la aristocracia. En este sentido, alrededor de 1760 y durante los cien años que le preceden la aristocracia había registrado en toda Europa una fuerte tendencia a concentrar en unas pocas familias posiciones de gran poder político que garantizaban “la difusión de la institución familiar a través de las instituciones de gobierno” (Palmer, 2014: 24). En este contexto, la palabra democracia se convirtió en una etiqueta que identificaba “facciones opuestas” en la lucha por el poder político.


El retorno de la democracia como sistema político ideal tuvo que esperar un siglo más. Entonces contó, en las postrimerías del siglo XVIII, con tres peculiares y disímiles aliados: el líder indiscutible del terror jacobino durante la Revolución Francesa, Maximilien Robespierre, uno de sus prisioneros, el revolucionario inglés-norteamericano Thomas Paine y el curioso sacerdote obispo de Imola, posterior Papa Pío VI. Con ellos la democracia retorna, no exenta de polémica, al debate político de las formas ideales de gobierno, no sin sufrir importantes transformaciones y enfrentar las tensiones que hoy la siguen constituyendo (Dunn, 2014).


[1] Contra la que solo rivalizó la tibia descripción del historiador Tucídides.

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