Ciudadano Cochocho

 

Por: Luis Gómez Calcaño

Profesor
Centro de Estudios del Desarrollo
Universidad Central de Venezuela

  

Vicente Cochocho, personaje de la novela Las Memorias de Mamá Blanca, de Teresa de la Parra, ocupa el escalón más bajo en la jerarquía social de la hacienda Piedra Azul, presidida por la figura casi monárquica de don Juan Manuel, a mediados del siglo XIX. Es un “…simple peón… sin derechos de medianería, bueyes, rancho ni conuco,” encargado de las tareas más duras y humildes de la hacienda.  (De la Parra, 1982 [1929]: 361)

 

Vicente ni siquiera tiene derecho a un apellido, ya que “cochocho” es un apodo, el nombre de un piojo, y pareciera que su única vocación en la vida es obedecer. Sin embargo, más allá de la pirámide formal basada en la propiedad y en un viejo sistema de castas de base racial, Vicente tiene vidas paralelas: hace de curandero entre los peones, a pesar de la oposición de su patrono; y cada cierto tiempo se incorpora a las “revoluciones” que se acercan a los predios de la hacienda, aprovechando para reclutar a algunos de sus compañeros de trabajo. 

 

Cuando Vicente Cochocho participa en las guerras civiles, convocado por alguno de los caudillos de su región, se convierte en el extremo opuesto al sumiso peón de la hacienda: es un respetado estratega militar, con prestigio ganado en numerosos lances. Su lado es siempre el de los insurrectos contra el gobierno, sea cual sea su signo, y los jefes locales tratan de incorporarlo a sus huestes cada vez que inician un alzamiento. Pero invariablemente, al terminar las hostilidades, regresa a la hacienda, a seguir trabajando como el último de los peones. 

 

Vicente Cochocho puede ser visto como un ejemplo de las complejidades del sistema de dominación de la Venezuela del siglo XIX: la república formal y sus principios liberales apenas intentaban poner una capa de barniz sobre relaciones sociales que, sobre todo en el medio rural, habían cambiado poco desde antes de la independencia. Si bien el término “democracia” no formaba parte del vocabulario de la política cotidiana, las luchas independentistas habían generado algunos mitos igualitarios que servían como sustitutos de una ideología propiamente dicha. 

 

Los campesinos que se incorporaban a los improvisados ejércitos de los caudillos escapaban, así fuera por un tiempo limitado, a las rígidas jerarquías sociales de la hacienda, para insertarse en otras basadas en el prestigio adquirido en el combate, la confianza entre el caudillo y sus seguidores, y la esperanza de compensaciones materiales. Al no depender de las instituciones formales, de las leyes ni de los aparatos armados del Estado, tanto las jerarquías como las lealtades eran mucho más flexibles y daban mayores márgenes de libertad a los combatientes. La relación de mutua dependencia entre el caudillo y sus seguidores no anulaba la disciplina necesaria para la acción militar, pero requería un mínimo grado de consentimiento, ausente en la recluta forzosa practicada por el Estado. Como lo expresa uno de los estudiosos del caudillismo del siglo XIX, Gastón Carvallo:

 

En lo referente a las adhesiones de base, es decir a las razones por las cuales el peón se hizo soldado en forma que al menos inicialmente fue voluntaria, es necesario señalar en primer término la dureza y las limitaciones de la relación de peonaje, si se quiere más duras que la vida de guerrillero, y por otra, la reacción contra la disciplina social presente desde los mismos años de la Guerra de Independencia y que durante la vida republicana había estado signada por la contradicción de quienes por todos los medios trataban de imponerla. Y la gran masa de trabajadores que intentaban individual o colectivamente oponerse. […] De esta manera, la guerra se ofrecía como un escape a quienes tuviesen suerte y audacia, siendo la motivación para que cada hombre se fuese a la montonera, la aspiración de cambiar la situación y elevarse socialmente. (Carvallo, 1990: 33-34)

 

 

En un grado quizás mínimo, la pertenencia a los grupos insurgentes convierte al peón en miembro de una comunidad con derechos y deberes, a la cual se ha incorporado, por lo general, en forma voluntaria, comunidad que amplía su horizonte con la posibilidad de escapar a las condiciones cuasi serviles de la hacienda. En cierta forma, se ha convertido en un protociudadano, en virtud de su pertenencia a la ciudad de las armas. 

 

La figura del ciudadano armado siempre ha tenido dos caras: la de quien se ve obligado a contribuir a la defensa de la polis como contrapartida de su pertenencia a ella, y la del soldado que ha contribuido a crear esa polis y por lo tanto goza de una situación privilegiada en ella. En el caso de la Venezuela del siglo XIX, el ciudadano armado se disocia en dos expresiones enfrentadas, que Carvallo (1990) denomina protagonismo militar y caudillismo. El primero consiste en la afirmación de privilegios por parte de la élite militar que triunfó en el proceso independentista y busca ocupar el vacío dejado por las antiguas élites. El control sobre recursos militares, aunado a su prestigio como guerreros, les permite controlar la institucionalidad formal. Pero frente a ellos se alza el caudillismo como contrapartida, formado por jefes menores excluidos del reparto de poder, que se apoyan en las reivindicaciones igualitarias de los sectores dominados. 

 

Entre el campesino sometido a recluta forzosa por el gobierno central y el que se incorpora a la montonera de un caudillo media la distancia entre el sometimiento al protagonismo militar y la opción por un camino azaroso pero abierto a lo indeterminado. Ciertamente el caudillo no es, en la práctica, un demócrata, pero este margen de indeterminación, es decir, de libertad, hacía potencialmente una gran diferencia para quien aceptaba voluntariamente su mando.

 

Sin embargo, la historia muestra que en el largo plazo el caudillismo terminó siendo derrotado, en la medida en que el Estado central se fue fortaleciendo y el poder concentrándose en uno solo de los caudillos. Así como el relato termina mal para el fenómeno del caudillismo, lo hace para nuestro protagonista:

 

Vicente Cochocho ya no estaba en la hacienda, porque, según toda probabilidad, ya no estaba en el mundo. Luego de haber regresado ileso y triunfante de aquel su postrer alzamiento, una madrugada, tal cual era su inveterada costumbre, se había ido a buscar alguna hierba o a llevar algún recado a los revolucionarios. Quizá fue una celada que le tendieron: lo cierto fue que de su excursión misteriosa y mañanera Vicente no regresó.

 

El peón que nos refirió el doloroso suceso, entre encogerse de hombros y estirar de labios, con horrible naturalidad, terminó enunciando las siguientes hipótesis:

—Como perderse, él no era hombre que se perdía. O le dio de repente algún mal, o lo mandó a matar a traición un enemigo. ¡Pobre Vicente! Él, que era tan "curioso", ¿se acuerdan?, para fabricar las urnas; en el monte se quedó tendido sin urna ni nada; desbarrancado, o enfermo, o mal herido, ¡quién sabe cómo!, se lo comieron los zamuros. (De la Parra, 1982: 401)

 

Si bien algunos individuos lograron aprovechar su participación en las luchas caudillistas como mecanismo de ascenso en la escala social, para la gran mayoría el llamado igualitario del caudillo no fue más que un canto de sirenas. Caudillo solo puede ser uno.



Referencias

 

Carvallo, Gastón. “La indisciplina social y la lucha por el poder en el caudillismo”, en: Carvallo, Gastón, O. Castillo y N. Prato. Desobediencia social en Venezuela. Caracas, Cendes-APUCV, 1990.


De la Parra, Teresa. Obra.  Caracas, Biblioteca Ayacucho, 1982.

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